lunes, 26 de abril de 2010

La Nave cumple Un año

La Nave cumplió su Primer Año de vida, y lo festejó a todo trapo.
El Staff (o sea... quien suscribe) y amigos, salió por las calles de Buenos Aires con pancartas y una multitud se autoconvocó ante el Obelisco para saludarnos. Claro que ningún medio cubrió la noticia porque estaban con asuntos más "importantes".
Por este motivo no hay imágenes de gran calidad disponibles. Sin embargo, rescatamos ésta que tomó un aficionado. En ella pueden apreciarse nuestra limosina y la multitumbre que nos aclama.


Después de esta breve introducción, nos sambuyimos de lleno en el tema que nos preocupa hoy.
Resulta que para seguir con los festejos, decidimos ir a uno de los tantos boliches que se destacan en la noche porteña. Después de una larga, laaaaaarga espera, ateridos por el frío, nuestras piernas cansadas ya de permanecer parados en la interminable fila, pudimos pagar los $50 que valían la entrada.

El lugar, de espacio bastante reducido, se sacudía bajo el horrible martilleo de una música dudosa, quizás incomprensible. En medio de una verdadera masa amorfa de personas, espaldas, brazos, jeanes y polleras, logramos llegar hasta una barra harto concurrida, no sin antes vernos contaminados por la transpiración jugosa de las personas que intentaban bailar, o más bien sacudirse por espasmos intratables. Sus bebidas se nos volcaban encima, sus cuerpos se restregaban contra los nuestros, sus olores se nos pegaban y ya nosotros mismos comenzábamos a sudar como verdaderos cerdos.
Pero por fin el oasis, el paraíso. Llegamos a la barra y, codazos y empujones mediante, después de unos 20 minutos, el barman, un tipo bronceado, canchero, seductor, pijafloja, me atiende gritando una serie de forradas que no alcanzo a oir bien.
Le pido una cerveza y me la entrega en una especie de balde de plástico transparente, sin dejar de sacudir los hombros, sin dejar de sonreir, sin mirarme nunca a la cara, hijo de puta. "Son 30 pesos", dice, y sus palabras que casi se pierden en el maremoto de sonidos infernales, quedan sonando en mi cabeza. "Son 30 pesos".



Ok, muy bien. Tomá tus 30 pesos. Mi humor comenzaba a tornarse un tanto hostil hacia el entorno. Le entrego la cerveza, horrible, caliente, en... en un balde de plástico!!! a uno de mis amigos. La gente seguía saltando y retorciéndose en su propia baba, ajenos a todo lo que allí ocurría.
De pronto desde una esquina comienza a surgir una nube de humo que va cubriendo nuestras aturdidas cabezas y la música para de golpe, mientras un nuevo tum tum comienza a dejarse oir. De entre el humo aparece la figura de un tipo sobre una cabina, como si se tratara de una nave espacial. El tipo aprieta botones, jala palancas y se toma la cabeza. Es el DJ.. la concurrencia enloquece. Todos comienzan a girar sobre sí mismos, levantan los brazos, tiemblan; parecen un montón de epilépticos poseídos por una furia demencial. Se sacuden y revolean las piernas, enajenados.

Un infrahumano vuelca sobre mí todo un vaso de un líquido verde, alguna especie de trago, alguna de esas mezclas podridas que cobran como $70 y que en realidad se trata de Speed con melón y agua de la canilla. El infeliz ni siquiera se percata de ello. Totalmente ido, incapaz de razonar libremente un momento, recuerdo mis días de juventud, de pogos sangrientos, de borsegos con punta de acero. Recuerdo y ese recuerdo me posee, se adueña de mí, y siento crecer dentro de mi a La Bestia. Una Bestia que se va hinchando de sangre, que quiere salir por mi boca, por mis manos. Entonces tomo un poco de carrera, fijo el blanco, y salto con los pies hacia adelante en una doble mortal voladora sobre la espalda del pobre infeliz desgraciado hijo de la gran mil puta. Éste cae hacia adelante. La multitud le abre paso. Me incorporo y me acomodo la ropa. Vuelvo a mi estado anterior.
Pero antes que pueda decidir una precavida retirada, un hombre-mono se nos acerca corriendo, arrojando por los aires a todos quienes se hallan a su paso. Es uno de los famosos patovicas, seres inferiores, de monstruosa constitución física, cerebro reducido y pene pequeño. Detrás de él se acercan otros dos.


Creyendo ésto el fin de nuestras vidas, echamos a correr hasta la calle. Pero aún no estábamos a salvo. El hombre-mono cara de toronja sale tras nosotros. Está decidido a matarnos. Entonces mis 8 compañeros y yo improvisamos un plan. Lo rodeamos y saltamos sobre él simultáneamente. Costó derribarlo, pero una vez en el suelo, lo pateamos hasta cansarnos. Oh, gloria del Cielo, Rayo de Zeus, oh, Marte y Júpiter que se conjugaron para brindarnos belicosa ayuda. No sentí jamás tan hermosa sensación como su cráneo partiéndose entre mi suela y el asfalto.

Huimos luego en colectivo. Mientras colocaba las monedas en la máquina, no podía menos que pensar en que así y todo, me sentía cobardemente ultrajado, y me preguntaba por qué, por qué, a toda esta gente le gusta que la hagan esperar en la puerta, que les cobren entradas desproporcionadas, por qué les gusta la cerveza en baldes de plástico, por qué les gusta sentirse inmersos en una ola de vaho y calor bajo el insoportable fragor de una especie de música reducida a golpes de martillo sobre una pileta de lona, por qué, eh? por qué? Tantas ganas de coger tienen?

Y esto es todo, el recuerdo del día en que un grupo de poetas mató a patadas a un patovica.