lunes, 27 de abril de 2009

1º de Mayo, Día del Trabajador

Ya se acerca la fecha en la que el proletariado de todo el mundo celebra sus sentimientos fraternalistas en memoria de los líderes anarquistas ejecutados en Mayo de 1886, fecha instituida por la II Internacional y que todos conmemoramos.
En este sitio, aquellos que quieran conocer un poco más de esta historia y dejar de ser unos ignorantes mugrosos, van a encontrar una breve reseña del hecho: http://www.me.gov.ar/efeme/diatrabajo/primero.html

Para celebrar esta fecha con toda la clase obrera internacional, La Nave Loca extrajo este fragmento de "La Conjura de los Necios", de John Kennedy Toole, para que vosotros disfrutéis de este genio de la literatura moderna, humor inteligente, le dicen.
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La conjura de los necios (fragmento)

—Bien, se acabó —dijo (Ignatius), benevolente (...)—. Controlemos de momento nuestros impulsos rebeldes y planeemos nuestras estratagemas. Primero, estas dos damas nos precederán con la bandera. Directamente detrás de la bandera irá el coro, cantando una melodía popular o religiosa adecuada. La dama encargada del coro es quien puede elegir la melodía. Como no sé nada de vuestra música popular, les dejo a ustedes la selección, aunque ojalá hubiera habido tiempo bastante para enseñaros a todos las maravillas de un madrigal. Sugeriré tan sólo que elijan una melodía más bien vigorosa. Los demás formarán el batallón de guerreros. Yo seguiré a todo el grupo con mi cámara, a fin de registrar este hecho memorable. En alguna fecha futura, podremos conseguir todos algunos ingresos adicionales alquilando esta película a organizaciones estudiantiles o a otras pasmosas asociaciones similares.

"Por favor, recuerden esto: nuestro primer paso será pacífico v racional. Cuando entremos en la oficina, las dos damas llevarán la bandera hasta el jefe administrativo. El coro se colocará junto a la cruz. El batallón permanecerá en segundo plano hasta que sea necesario. Como vamos a tratar con el propio González, supongo que habrá que llamar en seguida al batallón. Si González no reacciona ante este espectáculo emocionante, yo gritaré: "¡Al ataque!". Esa será la señal para empuñar las armas y atacar. ¿Alguna pregunta?

Alguien dijo: "Todo esto es pura mierda", pero Ignatius ignoró la voz. Hubo un silencio feliz en la fábrica, la mayoría de los trabajadores estaban ávidos de alguna ruptura con la rutina. El señor Palermo, el capataz, apareció beodamente entre dos de los hornos un momento y desapareció luego.

—Parece ser que el plan de combate está claro —dijo Ignatius al ver que no surgían preguntas—. ¿Querrán las dos damas de la bandera, por favor, tomar posiciones allí junto a la puerta? Ahora, por favor, que se coloque el coro detrás y luego el batallón.
Los obreros formaron rápidamente, sonriendo y espoleándose unos a otros con sus ingenios de guerra.
—¡Magnífico! El coro puede empezar ya a cantar.
La dama afecta a los espirituales sopló una flauta y los integrantes del coro comenzaron a cantar vigorosamente: "Oh, Jesús, camina a mi lado / Así siempre, siempre estaré satisfecho".
—Es una canción muy conmovedora, realmente —comentó Ignatius. Luego gritó—: ¡Adelante!
La formación obedeció tan de prisa, que, antes de que Ignatius pudiera añadir nada más, ya había salido la enseña de la fábrica y subía las escaleras hacia la oficina.
—¡Alto! —gritó Ignatius—. Alguien tiene que ayudarme a bajar de la mesa.
Oh, Jesús, sé mi amigo Hasta el fin, hasta el fin, sí.
Coge mi mano Y seré dichoso Sabiendo que Tú caminas Oyendo mi voz.
No me quejo Aunque llueva Cuando estoy con Jesús.
—¡Alto! —gritó Ignatius frenéticamente, viendo cómo la última fila del batallón cruzaba la puerta—. ¡Vuelvan aquí inmediatamente!
Pero la puerta se cerró. Ignatius se agachó y se colocó a cuatro patas y fue gateando hasta el borde de la mesa. Luego giró y, tras maniobrar largo rato con sus extremidades, logró sentarse al borde. Comprobado que sus pies se columpiaban a sólo unos centímetros del suelo, decidió arriesgarse al salto. Al apartarse de la mesa y aterrizar en el suelo, la cámara se le deslizó del hombro y golpeó el cemento con un estruendo quebrado v sordo. Destripada, derramáronse por el suelo sus fílmicas entrañas. Ignatius la recogió y accionó el pulsador destinado a ponerla en marcha, pero nada pasó.

Tú, Jesús, me pagas la fianza Cuando me meten en la cárcel.
Oh, sí, Tú me das siempre Una razón para vivir.

—¿Pero qué cantan esos dementes? —preguntó Ignatius a la vacía fábrica, mientras iba embutiendo metros y metros de película en el bolso.

Tú nunca me haces daño,
Tú nunca, nunca, nunca me abandonas.
Yo nunca peco Y gano siempre Ahora que tengo a Jesús.

Ignatius, con una estela de película desenrollada, se lanzó hacia la puerta y entró en la oficina. Las dos mujeres desplegaban estólidas la parte posterior de la manchada sábana ante el señor González, que estaba confundidísimo. Los miembros del coro, con los ojos cerrados, cantaban compulsivos, perdidos en su mundo melódico. Ignatius atravesó el batallón que remoloneaba benigno en los márgenes de la escena, hacia el escritorio del jefe administrativo.
La señorita Trixie le vio y preguntó:
—¿Qué pasa, Gloria? ¿Qué hace aquí la gente de la fábrica?
—Corra ahora que puede, señorita Trixie —dijo Ignatius muy serio.
Oh, Jesús, Tú me das paz, Tú alejas a la policía.
—No puedo oírte, Gloria —gritó la señorita Trixie, agarrándole del brazo—. ¿Esto es una comedia de negros?
—¡Vaya a colgar sus carnes flácidas en el retrete! —gritó brutal Ignatius.
La señorita Trixie desapareció.
—¿Bien? —preguntó Ignatius al señor González, resituando a las dos damas, para que el jefe administrativo pudiera ver la inscripción de la sábana.
—¿Qué significa esto? —preguntó el señor González, leyendo la pancarta.
—¿Se niega usted a ayudar a estas personas?
—¿Ayudarles? —preguntó acongojado el jefe administrativo—. ¿De qué habla usted, señor Reilly?
—Hablo de ese pecado contra la sociedad del que es usted culpable.
—¿Qué? —al señor González le temblaban los labios.
—¡Al ataque! —gritó Ignatius al batallón—. Este hombre no sabe lo que es la caridad.
—No le ha dado usted oportunidad de hablar —comentó una de las mujeres descontentas que sujetaban la sábana—. Deje usted hablar al señor González.
—¡Al ataque! ¡Al ataque! —gritó de nuevo Ignatius, con mayor furia aún, los ojos amarillos y azules relampagueando desorbitados.
Alguien dio un cadenazo más bien protocolario en los archivadores, tirando las plantas al suelo.
—¿Pero qué has hecho, desgraciado? —dijo Ignatius—. ¿Quién te mandó tirar esas plantas?
-Usted dijo "al ataque" —contestó el portador de la cadena.
—Deje eso inmediatamente —gritó Ignatius a un hombre que acuchillaba apático el letrero "Departamento de investigación y referencia. I. Reilly, custodio" con un cortaplumas—. ¿Pero qué se han creído ustedes?
—Bueno, usté dijo "al ataque" —contestaron varias voces.

En este yermo Me das la gracia De tu luz
Que ilumina la larga noche. Oh, Jesús, oye mis cuitas
Y nunca, nunca, nunca te dejaré.

—Basta ya de esa canción horrible —gritó Ignatius al coro—. Nunca he oído mayor blasfemia.
El coro dejó de cantar y los cantores parecieron ofenderse muchísimo.
—No entiendo lo que hace, señor Reilly —dijo el jefe administrativo a Ignatius.
—Cierre esa boquita, subnormal.
—Nosotros volvemos a la fábrica —dijo furiosa a Ignatius la portavoz del coro, la dama apasionada—. Es usté un hombre malo. Yo sí creo que hay un policía buscándole.
—Sí —confirmaron otras voces.
—Un momento, un momento —suplicó Ignatius—. Alguien tiene que atacar a González —pasó revista el batallón de guerreros—. El del ladrillo, venga aquí ahora mismo y péguele un poco en la cabeza.
—Yo no voy a pegarle a nadie con esto —dijo el hombre del ladrillo—. Usted debe tener unos antecedentes de un kilómetro en la policía.
Las dos mujeres dejaron caer al suelo con manifiesta repugnancia la sábana y siguieron al coro, que ya empezaba a salir por la puerta.
—¿Pero dónde se van? —gritó Ignatius, la voz ahogada de saliva y furia.
Los guerreros no contestaron y empezaron a seguir al coro y a las dos portaestandartes por la puerta de la oficina. Ignatius se lanzó raudo tras los últimos guerreros y agarró por el brazo a uno, pero el guerrero se lo quitó de encima como si fuera un mosquito y dijo:
—Ya tenemos bastantes problemas sin necesidad de que nos metan en la cárcel.
—¡Vuelvan aquí! No han terminado. Pueden coger a la señorita Trixie si quieren —gritó Ignatius frenético al batallón en retirada, pero la procesión siguió silenciosa y resuelta escaleras abajo hacia la fábrica. Y cerróse por último la puerta tras el último cruzado de la dignidad mora.

John Kennedy Toole (1937-1969)

1 comentario:

Azaha Rosa Magnolia dijo...

Beuh... antes me equivoqué de tema pa comentar!
Yo decía que estuvo muy buena su cita enfermo!
Pero le vuelvo a preguntar si lo del gordito de vigotes con el SAMBUCHE en la mano, ese de la tapa del libro que es taan parecido a jockey es casualidad? O recordó este libro porque extraña a jock?
O es una extraña forma de homenaje?