domingo, 7 de febrero de 2010

El deporte nacional: ser un tipo caca (por R. Hanglin y Obes)

Esta nota pertenece a la revista Satiricón, Nº 29, "El demonio nos gobierna", marzo 1976. Imperdible. Por eso la subimos, y porque no merece caer en el olvido, quedar fuera del mundo de la WWW.
Ojalá sepan disfrutarla!
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A los argentinos hay algo que nos gusta más que el dulce de leche, más que jugar al fútbol, más que sorbernos los mocos, incluso más que la guita: ese algo, es el doble apellido, pasión de multitudes. Si no lo tenemos, lo inventamos. Y así, en nuestro mundo de vanas ilusiones, nos hacemos llaar Pérez Fasulo con la esperanza de que suene parecidísimo a Sáenz Briones.

A usted le gustaría llamarse Anchorena o Martinez de Hoz, amiguito. No lo niegue. Ya estoy escuchando su cándida respuesta: "¿A mi? ¡Pero por favor! Si yo no la voy con los esnobismos. Le digo más: soy de izquierda, estoy con el socialismo".
Vale. Entonces a usted le gustaría ser un revolucionario con doble apellido. Renunciar a sus campos, entrar al Jockey Club como Fidel en La Habana, saltar por el balcón de su palacete de Palermo Chico ante la mirada estupefacta de sus tías que usan camafeo y hablan francés, lanzarse a conspirar con Lenin y Trotsky en San Petersburgo, cualquier cosa siempre que sea con doble apellido. Bolchevique, pero también barón y ruso blanco.
Es así nomás. Al que nace trepador, es al ñudo que lo radicalicen.
Y todos, todos, estamos carcomidos por ese virus argentino que constituye, en verdad, el más popular de los deportes, el hobbie nacional: ser gente bien.
El más hirsuto de los tobas, apelotonado en la tribuno de Boca, nos asegura que "yo estoy acá, entre los negros, porque me adapto. Lo mío es otra cosa. Yo soy de otro ambiente". Nadie quiere sentirse pueblo, todos son aristócratas para su fuero íntimo en esta curiosa Argentina cuya estructura social (lo dicen las estadísticas) descansa sobre una mullida alfombra de clase media, un amable, aburrido y complaciente colchón de medio pelo.

El doble apellido
¿Cómo explicar, si no, la manía de duplicar el apellido, tentación a la que sucumben casi todos los argentinos en algún momento de sus vidas, cuando empiezan a salir con una chica muy mona, cuando los ascienden a jefes de oficina, cuando se hacen amigos de un círculo aparentemente chic? Quiere la aberración de nuestras delirantes mentes pequeñoburguesas que, en esa circunstancia, un Jorge Guinzburg se convierta en Georgi Guinzburg-Broemberg (conde austro-húngaro), un Carlos Abrevaa devenga Charlie Abrevaya Echenagucía, un Oskar Blotta degenere en Oskar Blotta Ferrero, un Rolando Hanglin se disfrace de Rolando Hanglin Unia, para mencionar en primer término a los miembros de esta redacción y reconociendo -para qué negarlo- que todos en algún momento tuvimos el irreversible, vertiginoso deseo de darnos dique.
La geografía social argentina está superpoblada de dobles apellidos recientemente inventados por patéticos diletantes de la clase media que se hacen imprimir una tarjeta convencidos de que "Fernandez Culaciatta" suena muy parecido a "Álzaga Unzué". Tal vez por eso, los que realmente traen de cuna un apellido resonante han optado por suprimir la segunda parte -en discreta y refinada patada en el culo de los ordinarios- llamándose, verbigracia, Luis Pico, en lugar de Luis Pico Estrada.
Reflexionemos. ¿En qué consiste la oligarquia argentina? ¿No son acaso descendientes de inmigrantes, como todos nosotros? La diferencia radica tan sólo en el "tempo" de la inmigración. Algunas familias vascas llegaron en 1880, otras de origen extremeño allá por la Colonia, y muchos abolengos criollos cuentan a lo sumo tres generaciones en el suelo patrio. No hay títulos de nobleza, a veces ni siquiera fortuna; tan sólo la tradición de abuelos, padres e hijos abogados; el prestigio remoto de un bisabuelo qu tuvo estancia y vivió en París; la formación en un buen colegio, la crianza en un buen barrio; la frecuentación de un club bien puesto. La nobleza europea, que tiene fundadas razones para mirar a todo el mundo por arriba del hombro, se pasa los títulos por las patas y anda por ahí, melenuda, empobrecida y tirandolachancleta. A los pocos condes que en el mundo quedan les importa un pito ese problema; en Estados Unidos se estila mucho ser negro o judío, nadie se manda la parte de sus ancestros bostonianos. Ni siquiera Kennedy, que por otra parte es un nuevo rico.
¿Por qué, entonces, en esta tierra irredenta y poblada de ilusiones fantasmagóricas florece como yuyo silvestre la ridícula ilusión de ser un tipo bien?

Trepa trepa trepa, pequeña langosta

"Estuve en lo de Peralta Ramos", susurra un lagañoso estudiante del tercer año Nacional, hijo del Sr. Alvarez, almacenero, para hacernos conocer el apellido de su compañerito Alfredo. Podría llamarlo Alfredo, a secas, pero no: el pozo ciego de la jactancia lo devora y púmbate, escupe el apellido en voz bien alta.
"Bueno, ayer como con este muchacho... ¿cómo se llama? ¡Bullrich!" recita el ejecutivo haciéndose el olvidadizo, como si esas comidas fueran cosa de todos los días, como si no le importara nada.
Y centenares de argentinos entablan amistad con los felices poseedores de nombres ilustres -aunque estos les parezcan unos imbéciles insoportables, que a veces los son, por supuesto, ocurre en las mejores familias- deslumbrados por ese blasón nobiliario que disimula todos los defectos y atenúa todos los contratiempos.
Algún sociólogo arriesgó la teoría de que nuestro sempiterno esnobismo se debe al humilde origen inmigratorio que nos une (tanos que vinieron a picar piedras, gallegos que huyeron del hambre, polacos que nunca habían visto un cacho de pan, irlandeses y alemanes de modesta condición, turcos sedientos) en esa falta de raíces tan angustiosa, tan apabullante. Y después, claro está, la mediocridad en unos empleos que no dan ni mucho ni poco, el parejo medio tono en que todos nos desenvolvemos sin llamativas aventuras ni confictos importantes. Todo muy mediocre, muy deslucido: el burgués un poco pobre y un poco rico que sorbe metódicamente su vermut de los domingos no aguanta más, quiere trepar, quiere ser algo, famoso, distinguido, triunfador, quiere que le ocurra algo dramático y espectacular.
Eso nunca pasa.
Entonces procuramos confundir la calma chicha de la clase media con la sublime y apacible decadencia de los nobles: un poquito se parecen, después de todo. Y nos volvemos locos. Cuando Landrú descubre la antinomia mersa-paquete, hace blanco en el centro mismo del corazón argentino: miles de ciudadanos se burlan de los mersas, como si ellos fueran paquetísimos. nadie quiere pertenecer a la secta de los ordinarios. ese renglón demográfico está VACANTE en nuestro país. Todos somos finolis.
Hubo un tiempo, que podríamos llamar "El Camporazo", en que se dio vuelta la tortilla. Cansados de la simulación trepadora que había popularizado tantas cosas -el rugny, el tennis y el polo; los mocasines; el caquerismo; el peinado a la gomina; los zapatitos pichi; los Peugeot que todos llamaban Yeyo, etc- en el afán desgarrador de parecerse a los que viven en la calle Parera, los argentinos aflojaron un poquito. La clase alta descubrió el peronismo. Bocinas de victoria resonaron un 11 de marzo por el Barrio Norte. Todos los chicos de buena familia coreaban las consignas del Frejuli, ser "villero" era un orgullo, y no ya un oprobio. Los jóvenes intelectuales, los estudiantes de Arquitectura y Derecho, y hasta los socios del Hindú Club, todos se sumaron a la marea popular y empezaron a comerse las eses.
Pero la euforia duró poco. La normalidad vuelve a nosotros. La Clase Media renuncia al overol y se calza otra vez el frac, imprime tarjetas delirantes, paga sobreprecios para obtener un automóvil parecido al de Aráuz Castex, o cosa por el estilo. Ya no aparecen los "villeros" en las charlas de los cafés; ahora se los moteja despectivamente de "tobas", y otra vez queremos ser paquetes, muy paquetes. paquetísimos.
Tal vez algún día lo logremos. Esa será, tal vez, la Argentina Potencia que ansiamos en nuestras noches de insomnio: un país totalmente habitado por nobles y lores. Sin obreros, sin pobres, sin tobas. Veinticinco millones de jugadores de polo.

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Y acá termina esta nota. El esnobismo, la pacatería, el paquetismo, son males sociales. Empobrecen y embrutecen nuestros espíritus, nuestro intelecto, y nos vuelve seres infelices, impotentes, desgraciados. No llegar a ser lo que uno quisiera ser, qué otro resultado podría presentar?